
Este mes de octubre hemos conocido una noticia especialmente impactante para todos los que llevamos ya unos años ligados al mundo de la tecnología: la muerte de Paul Allen, cofundador de Microsoft junto con el mucho más mediático Bill Gates.
En 1983, Allen tuvo que abandonar su trabajo en Microsoft a causa del linfoma de Hodgking que sufría, pero ni mucho menos dejó de lado su vinculación con el mundo de la tecnología, la música, el deporte y los aviones, sus grandes pasiones.
Desde luego, Paul Allen ha sido uno de los filántropos más importantes de la historia moderna y ha invertido mucho dinero en todo tipo de proyectos. Entre ellos me han llamado especialmente la atención los relacionados con la inteligencia artificial, canalizados a través del Allen Institute for Artificial Intelligence (AI2). Uno de los objetivos de este laboratorio de investigación sin ánimo de lucro, que recibió recientemente una inversión de 125 millones de dólares del propio Allen, es digitalizar el “sentido común”.
A grandes rasgos, busca crear una base de datos de conocimientos fundamentales, de los que carecen las máquinas pero que los humanos dan por sentados: hablamos de todas esas verdades simples que vamos adquiriendo desde niños con la experiencia en el mundo real. Sin ese conocimiento básico, según reconoce Oren Etzioni, director general del AI2, las máquinas podrán reconocer todo tipo de objetos, pero no podrán explicar lo que ven. Al parecer, esta carencia es uno de los grandes retos a los que se enfrenta la evolución de la inteligencia artificial y sus aplicaciones, y todo parece indicar que se trata de una tarea nada sencilla, que va a exigir todavía mucho tiempo —y cuantiosas inversiones— para salvar los múltiples desafíos que aparecen con cada nuevo avance.
Lo que sí parece claro que es que, aunque hay muchas líneas de pensamiento en este sentido, la denominada singularidad —el momento en el que la tecnología rebasa a la inteligencia humana—no es un hecho tan próximo como se piensa.