Hace unas semanas tuve la oportunidad de entrevistar al consejero delegado de una gran institución financiera, y le pregunté cómo veía él el banco del futuro. Yo esperaba encontrarme una respuesta digital, orientada a la tecnología, con el software como protagonista. El banco del futuro debería —o debe— ser una empresa de software, una suerte de plataforma global para servicios financieros en un mundo íntegramente digital. O así me imaginaba yo su respuesta.
Casualmente, en un encuentro reciente con empresarios de la industria de las telecomunicaciones, la máxima se repetía. El software será un elemento clave en las futuras empresas del sector… “Software is eating the world” es una de las principales frases hechas que inundan las presentaciones sobre la transformación digital. Hasta aquí, todos felices, sobre todo aquellos que hemos vivido el ostracismo de la tecnología, que hace unos años era el patito feo de las áreas funcionales de la empresa.
Pero la respuesta del consejero delegado no fue ni mucho menos la que esperaba. El banco del futuro, en sus palabras, será aquel capaz de identificar los principios y valores de sus clientes, alinearse con ellos, y contribuir a la sociedad. Toda una lección para mi mentalidad digital, orientada al valor del dato, a las inteligencias artificiales y a las experiencias de un cliente omnicanal cada vez más exigente.
Tenemos tendencia a convertir la tecnología en un fin en sí mismo. Quizás sea fruto del efecto moda, o simplemente de la novedad de un mercado joven que se reinventa a un ritmo superior al que somos capaces de asimilar. Las barbas del vecino prevalecen con frecuencia a los propios objetivos, que pasan a un segundo plano.
LA FIDELIZACIÓN NO ESTÁ EN LOS PROCESOS, EN LAS MARCAS O EN LA TECNOLOGÍA
En paralelo, o incluso como resultado de ello, solemos ver solo la punta del iceberg. La verdadera revolución en la que nos encontramos ahora es la del cliente, mucho más empoderado que el de hace unas décadas, por la progresiva equiparación entre oferta y demanda, así como por las bondades de un contexto digital que ha democratizado la relación entre cliente y proveedor. Hemos pasado de un enfoque tradicional, el producto como eje de la estrategia, a un foco en el cliente, epicentro actual de nuestro modelo de negocio, procesos y tecnología.
Son muchos los signos que permiten aventurar la próxima revolución. El propósito o la misión de los que Peter Drucker nos hablaba hace décadas cobran cada vez más relevancia. Las empresas se esmeran en tener fans, pero la fidelización no está en los procesos ni en las marcas. Y mucho menos en la tecnología. El porqué cobra cada vez más relevancia frente al cómo. La globalización que la tecnología permite nos llama al compromiso social y alimenta nuestra necesidad de devolver a la sociedad lo que esta nos da.
Me atrevería a aventurar que el siguiente gran eje de las estrategias empresariales será la sociedad, en un mundo más igualitario y global. El desarrollo de nuestra condición de prosumidores, la economía colaborativa o los modelos de negocio multilaterales son algunos de los ingredientes que se suman a este camino de vuelta a la esencia, a la razón de ser de las empresas.
La siguiente revolución será aquella en la que los principios y valores recobrarán el protagonismo que nunca debieron haber perdido.