
Hablando, escribiendo, divulgando sobre transformación digital, quizá en ocasiones perdamos la perspectiva. Parece que todo empieza y acaba en la transformación digital y que mientras vas en metro la gente piensa, como tú, en Amazon, Airbnb, economía colaborativa y millennials… ¡¡Espero que no sea así!!
A veces, nos enfocamos tanto en algo que nos obsesionamos, e incluso nos radicalizamos, llevando la “razón” al extremo. Hace unas semanas me refería a este fenómeno como el de “los talibanes digitales”. En el mundo de los datos, como parte básica de la transformación digital, parece que está pasando un poco lo mismo.
Es cierto que los datos —y la capacidad de almacenarlos, gestionarlos y plantearles las preguntas adecuadas— nos ayudan mejorar el conocimiento de nuestros clientes, entender la manera en que trabajamos, hacer un uso más eficiente de los recursos, identificar tendencias… Pero basar todas las decisiones empresariales en el big data, y confundir transformación digital con big data, podría ser igual de peligroso que el no tenerlo en cuenta en absoluto.
Datificación
El uso de los datos no es algo nuevo, la humanidad y las empresas, llevamos siglos interpretando datos y sacando conclusiones vitales para los negocios y para las personas.
En 1839 un prometedor oficial de la Armada de los Estados Unidos, llamado Matthew Fontaine Maury, tuvo un accidente en una diligencia que le inhabilitó para lo que era su vida, navegar. El comandante Maury fue uno de los primeros en darse cuenta de que existe un valor decisivo en un conjunto de datos enormes, que no existe en cantidades más pequeñas y, con ello, se convirtió en un pionero de la “datificación”.
Han pasado casi 180 años desde aquello y ahora la tecnología nos permite analizar información y datos de una manera que está revolucionando la forma en que “miramos” los negocios.
Con la digitalización, hemos pasado a la “datificación” de casi todo. Lo que significa que primamos cantidad frente a calidad; de la estructura de los datos a la variedad y heterogeneidad; de planear antes a definir algoritmos e interpretar después… Y, lo más sorprendente, en un mundo de datos —en un entorno automatizado— se pide al ser humano que deje de preguntarse el por qué de las cosas.
Es cierto, si usamos big data, los algoritmos están bien parametrizados y tenemos una cantidad suficiente de información, los datos nos dicen qué está pasando y no necesitamos preguntarnos por qué, la causalidad pasa a un segundo plano.
Pero hay otras cosas igual de ciertas. Por una parte, es humano —y casi necesario— entender por qué suceden las cosas. Lo explica de manera extraordinaria Nicholas Carr en su libro Atrapados, de obligada lectura para todos aquellos que quieran entender el impacto de esta revolución que estamos viviendo.
También es cierto que, a veces, los árboles no nos dejan ver el bosque y que damos por sentado que el big data es la gran verdad. Podemos estar dando por sentado que todo el proceso de definición, parametrización y recogida de información está bien hecho, y eso nos puede estar llevando a tomar decisiones completamente equivocadas.
El big data proporciona razón y análisis, pero no el 100% de la información
Pequeñas pistas
Acabo de terminar la lectura del libro Small data, las pequeñas pistas que nos advierten de las grandes tendencias. En él entendemos cómo el big data proporciona razón y análisis de la información, pero no el 100% de la información. Al big data le falta el análisis del detalle de lo que esta por encima de la razón. Los clientes no siempre toman decisiones racionales si no que hay emoción, pasión, impulso… y todo ello les lleva a decidir, elegir y preferirnos… O no. El big data nos abstrae de todo eso y da pistas que pueden ser fundamentales para la toma de decisiones, pero que pasan desapercibidas, perdidas en ese mar de datos.
El ejemplo de Lego es demoledor. Los resultados de Lego caían año tras año y el big data era la principal, si no la única, fuente de análisis sobre la que el equipo directivo tomaba las decisiones. Existían, aún existen, teorías sobre la compresión del tiempo y la gratificación instantánea de los niños, que empujaban a Lego hacia el abismo: iban directos a tomar la decisión de simplificar aún más sus legos. Sin embargo a través de un análisis profundo de un aficionado a Lego, de once años de edad, dieron con las claves de la reinvención de la compañía, algo que les ha convertido en la mayor empresa de juguetes del mundo. Un usuario alemán que rompía con todos los estereotipos del big data y las grandes verdades del comportamiento de los jóvenes y los niños.
El ejercicio que nos mostraba Martin Lindstrom en Small data nos da solo una visión crítica de las consecuencias del uso exclusivo del big data para tomar decisiones de negocio, pero solo una.
De mis últimas lecturas (¿Cómo pensar como Sherlock Holmes?, Blink, Pensar rápido, pensar despacio) me surge la pregunta de si no estaremos denostando, de manera imprudente e irreversible, el pensamiento intuitivo, esa capacidad que generamos con la vida y la experiencia, por encima de la observación, la memoria.
Hace años leía otro libro —Las mujeres que corrían delante de los caballos— que también hablaba del instinto y de cómo el ser humano está perfectamente programado para integrar conocimiento, e incluso heredarlo, y que de manera instintiva nos permita proteger incluso nuestra vida.
En ocasiones oigo que no tiene sentido tomar decisiones de negocio con el estómago, pero, a veces, el estomago no es ni más ni menos que años y años de experiencias funcionales, ese big data de nuestra propia experiencia y de nuestro propio cerebro, que nos ayuda a tomar decisiones rápido pero también bien.
Gran Hermano
Pero por encima de todo esto está la parte ética. Nos aterra leer a Orwell y, sin embargo, somos capaces de “vender” nuestra propia información, de “vendernos” a otros, por servicios que creemos que son gratis. No es así. Cada detalle de dónde estamos, de lo que compramos, de con quién hablamos, es nuestro y solo nuestro. Nos pertenece. No olvidemos que también es nuestra responsabilidad protegerlo, protegernos.
Cuando se adopta una tecnología se pasa por diferentes ciclos. Con la madurez, llega la estabilidad, el equilibro y la objetividad que nos debería permitir poner cada cosa en su sitio y pasar de la obsesión digital a la madurez digital.
Mi reflexión es simple, asegurémonos de que no convertimos el big data en el principio y el fin de todas las decisiones que tomemos y, como usuarios, cuidemos y protejamos nuestros datos. Es nuestra responsabilidad.
Tras dos años de transformación digital no paro de aprender, y mis ideas maduran y se equilibran con el paso del tiempo y con las conversaciones con personas extraordinarias con visiones diferentes a la mía, a la tradicional.
A partir de ahora, voy a procurar que avancemos más rápido en la madurez digital para que no cometamos los errores a los que la obsesión, o la perdida de perspectiva, nos pueden abocar. Que aprovechemos la experiencia de otros, los errores de otros, para modular nuestro proceso de T×D (transformación digital) sea con el big data, con el cloud, con la automatización o con la inteligencia artificial; para que no nos convirtamos en talibanes digitales, sino que mezclemos las dosis de T×D y de sentido común en las proporciones adecuadas.