Dicen que un 40% de las decisiones que toma una persona a lo largo del día no son meditadas, sino simples rutinas que el cerebro repite de forma inconsciente. Hace unos años, Charles Duhigg, periodista de The New York Times, publicó un famoso libro en el que explicaba que los hábitos son tan poderosos que consiguen que el cerebro se aferre a ellos y excluya todo lo demás, incluido el sentido común. Ello explicaría, en parte, que tantas personas tropecemos una y otra vez en la misma piedra.
El verdadero hábito de la empresa emana de sus principios, valores y cultura
Lo mismo sucede con las empresas. Los comportamientos, el modo en que tomamos las decisiones, la manera de relacionarnos… se convierten en hábitos que raramente cambian. Hay algunos que los impone el sistema. Por ejemplo, la orientación a resultados financieros suele desequilibrar el pretendido balance de los cuadros de mando. El cortoplacismo que nos imponemos con los números se contradice a veces con el propósito que buscamos como empresa y con las iniciativas de sostenibilidad que nuestros empleados demandan.
Burocracia y teletrabajo
Otros hábitos son resultado de nuestra cultura empresarial. Xavier Marcet nos invitaba hace unas semanas a reflexionar sobre las burocracias. Estas no solo crecen en la empresa por una mayor complejidad, sino también por una menor confianza y generosidad. Creamos silos entre departamentos, y eludimos la responsabilidad cuando hay algo que cae en la frontera de nuestro alcance.
Con el teletrabajo se pone de manifiesto el estilo jerárquico. Su eficacia es proporcional a la capacidad de delegar. Si esta es insuficiente, el trabajo remoto se convierte en un cuello de botella. Pero cuando la cadena de valor elimina sus burocracias, el teletrabajo se muestra eficiente y eficaz. No es la tecnología quien humaniza o deshumaniza, es el uso que de ella hacemos. El verdadero hábito de la empresa emana de sus principios, valores y cultura.
Casi siempre son factores externos los que nos fuerzan al cambio y pasamos por una fase de confusión hasta que encontramos una nueva rutina. La reflexión acaba venciendo al miedo y al dolor, y nos da la oportunidad de elegir. Estas reflexiones son siempre subjetivas, pero el cisne negro del virus nos ha enseñado nuestra fragilidad.
Parar en el camino
También nos ha mostrado nuestro narcisismo antropocéntrico, que ha llevado al ser humano a actuar desde hace siglos como si fuéramos el centro del universo. De repente, disponemos de un tiempo para nosotros mismos, sin viajes, sin espectáculos, sin agendas frenéticas que nos lo quiten. Ese tiempo que siempre habíamos deseado tener. Y descubrimos que la felicidad no está en el número de planes que nos esperan en las próximas semanas.
El virus nos despierta de nuestra superficialidad. Nos obliga a parar en el camino, olvidando las prisas que nos atenazan. El atleta que triunfa destaca por su compromiso y esfuerzo, pero sabe planificar sus tiempos de descanso y recuperación entre las sesiones de entrenamiento.
Aprovechemos para reformular propósitos, revisemos nuestro camino, reflexionemos sin las prisas de siempre. Y cuando recuperemos la normalidad, quizás consigamos cambiar nuestros hábitos y los de nuestras empresas.