El establecimiento de la primera línea de telégrafo en 1844 trajo grandes esperanzas para la humanidad. Por primera vez el mensaje iba más rápido que el mensajero. Por primera vez el pensamiento podía volar a cualquier punto del mundo, y eso generó una gran ilusión. Se creó el concepto de “comunicación universal”, entendido como aquel medio por el cual se podría unir la mente de todos los hombres en una especie de conciencia común mundial.
Con el telégrafo se podría unificar a todos los pueblos para compartir los principios más elevados del humanismo. Por fin la barbarie estaba llamada a su fin. Era imposible que los viejos prejuicios y las hostilidades existieran por más tiempo, dado que se había creado un instrumento que permitía llevar el pensamiento a cualquier lugar de la Tierra. El telégrafo prometía grandes avances morales en la humanidad.
Comunicación universal
No sé si finalmente ha sido así. Hemos conseguido una comunicación global, pero creo que no tanto esa “comunicación universal”, en el sentido de una conciencia común y una unidad en lo humano. La razón es clara: una supuesta conciencia universal no depende tanto del telégrafo como de los mensajes que transmitamos a través de él.
Del telégrafo al WhatsApp. Tras casi doscientos años me temo que no hemos acabado con la barbarie
No por tener una herramienta con capacidad para la comunicación universal vamos a tener una cultura humana universal. Lo importante es el contenido (los mensajes) y menos el continente (el telégrafo). Así ocurrió que un telegrama fue el casus belli para el estallido de la guerra francoprusiana en 1870, con lo que se conoce como el Telegrama de Ems.
El periódico inglés Spectator publicó en 1889 un editorial titulado “Los efectos intelectuales de la electricidad”, donde se alertaba de los daños que podía causar el telégrafo en nuestra mente. Según el periódico, se trataba de un invento que no debía existir, es decir, era moralmente inadecuado, pues su uso iba a afectar al cerebro y al comportamiento.
El telégrafo estaba basado en comunicaciones breves, inmediatas y con frases reducidas. Esto hacía que el uso de esta herramienta forzara a los hombres a pensar de manera apresurada, sin apenas reflexión y sobre la base de información fragmentada.
El resultado era una precipitación universal y una confusión de juicio, una disposición a decidir de un modo demasiado rápido, y agitados por emociones. El telégrafo acabaría por dañar la consciencia y la inteligencia, para finalmente debilitar y paralizar el poder reflexivo. Me gustaría saber qué pensaría hoy el Spectator del uso del WhatsApp.
Del telégrafo al WhatsApp. Tras casi doscientos años de “comunicación universal” me temo que no hemos acabado con la barbarie, y nos seguimos alimentando de la comunicación breve, con textos de 280 caracteres y vídeos de 30 segundos.
¿Tenemos ahora más humanismo que hace doscientos años? ¿Cabe suponer que nuestro poder reflexivo se viene debilitando desde el siglo XIX? Son preguntas para no acabar con el poder de reflexión.